Tijuana: la ciudad que nunca nació, pero siempre ha vivido


*«Tijuana es una ciudad hecha de ausencias, de fragmentos, de historias que se desvanecen en el tiempo, una urbe que no se detiene porque sabe que su destino es seguir siendo frontera, tránsito y transformación.»

—Luis Humberto Crosthwaite, Tijuana: crónica de un sueño (2002)

Por Isidro Aguado Santacruz

Tijuana cumple 136 años, y sin embargo, nadie puede señalar con certeza cuándo comenzó realmente a vivir esta ciudad fronteriza, espinosa y luminosa como un relámpago. La fecha oficial —el 11 de julio de 1889— es, como tantas veces sucede en los archivos del Estado, una convención política, una firma más en el extenso expediente de los olvidos. Porque Tijuana no nació con ese decreto. Tijuana emergió, se deslizó, creció, resistió. No fue fundada: fue sobrevivida.

Antes de que alguien pensara en levantar actas o definir jurisdicciones, la vida ya florecía aquí. Con la mirada puesta en el Pacífico y los pies en la tierra de los Kumiai y Tipai, este paraje era tránsito y destino, asentamiento y nómada, cosecha, canto y rito. La palabra “Tijuana”, según algunos estudios antropológicos, proviene del vocablo Tikuan, que los indígenas usaban para señalar el cerro rojo que aún vigila el valle: el cerro de la tortuga. Aquella voz originaria no hablaba de fronteras ni de soberanías: hablaba de orientación, de raíces, de espiritualidad natural.

La historia —la verdadera, no la que se imprime en folletos turísticos— se construye con huesos, no con placas conmemorativas. En 1829, el rancho de Tijuana ya era propiedad de la familia Argüello. Para 1833 había bautismos registrados, y mapas del siglo XVIII ya nombraban este rincón. Es decir: cuando el decreto de 1889 llegó, la ciudad ya tenía al menos sesenta años de experiencia vital. En otras palabras: no fue un nacimiento, sino un reconocimiento tardío, una aceptación de lo que ya palpitaba con fuerza en la piel de la tierra.

Hoy, esta ciudad, arrinconada entre el muro y el mar, con más de dos millones de habitantes, es la frontera más visitada del mundo. Pero más allá de los números —que por sí solos pueden hipnotizar— lo importante es preguntarnos: ¿cómo se hizo esta ciudad? ¿Por qué, a pesar de su aislamiento geográfico, su lejanía con el resto del país, y los estigmas que la han perseguido, Tijuana sigue creciendo como una bestia indomable, como una promesa sin término?

La respuesta no está en los planos urbanos ni en las oficinas del orden. La respuesta está en los cuerpos. En los migrantes que llegaron aquí sin nombre, buscando refugio. En los braceros que cruzaron para cultivar tierras ajenas. En los jóvenes que, entre sueños y derrotas, escribieron con su presencia un nuevo alfabeto urbano. En los músicos del barrio, los poetas sin academia, las mujeres que vendían tamales en las esquinas y criaban hijos con tenacidad heróica.

La historia dejó marcas visibles: la vieja posta aduanal de 1874 en lo que hoy es la Zona Norte, testigo del tránsito y del trueque. El Hotel Caesar, donde nació la ensalada más famosa del mundo, símbolo de esa mezcla inverosímil entre el sabor local y el paladar global. El Casino Agua Caliente, abierto en 1928, con sus torres moriscas y su pista de carreras, fue un ícono del exceso, un templo del hedonismo que atrajo a Rita Hayworth, a Bing Crosby, a Rodolfo Valentino. En sus pasillos se apostaban fortunas mientras al otro lado del muro se prohibía el alcohol. Y ahí mismo, en sus aguas termales, se inventaba también una ciudad alterna: luminosa y decadente, violenta y encantadora.

Ahí trabajaron figuras como Margarita Ortega Valdés, revolucionaria nacida en esta tierra, una mujer que desafió los moldes de su tiempo y luchó junto a los magonistas. Tijuana también fue refugio para Guillermo Blake, periodista incómodo, voz crítica que dejó huella en el periodismo regional. Y en el viejo Hipódromo de Agua Caliente, galopaban sueños entre la élite californiana, mientras los obreros y peones que lo construyeron levantaban otra ciudad en las sombras, sin nombre ni recompensa.

El siglo XX fue pródigo en dolores y milagros para esta ciudad. La Revolución Mexicana convirtió a Tijuana en un refugio. La Ley Seca en Estados Unidos, en una oportunidad dorada. Pero también trajo el estigma: el de ciudad de excesos, de corrupción, de bordes sin ley. La historia oficial prefirió recordar los destellos, pero la historia profunda, la que se vive en las calles, sabe que el esplendor y la miseria nacieron juntos.

Desde entonces, Tijuana ha sido escenario de una tensión brutal: entre lo que se desea proyectar y lo que realmente es. Se ha intentado construir una narrativa limpia de esta ciudad, una urbe cultural, moderna, vibrante. Pero ese discurso, a veces necesario, suele omitir los arrabales, los desalojos, los feminicidios, la pobreza extrema, el narcomenudeo, los cuerpos abandonados en lotes baldíos.

No se puede amar Tijuana sin aceptar sus heridas.

Y sin embargo, incluso desde las sombras, hay resistencia. Hay cultura que florece sin permiso. Hay identidad que se forja en el conflicto. Porque esta ciudad es también laboratorio social, punto de encuentro, bisagra entre el sur que sueña y el norte que vigila. Tijuana no es México del todo, ni tampoco Estados Unidos: es su propio experimento, su propio error y su propio acierto.

“En Tijuana no se habita el tiempo; se sobrevive el instante”, escribe Heriberto Yépez, en una de las más certeras reflexiones sobre esta urbe transfronteriza. Porque aquí el pasado es sospechoso y el futuro incierto. “Tijuana no tiene memoria porque tiene prisa. Es una ciudad que no recuerda porque no puede detenerse”.

También lo sabía Luis Humberto Crosthwaite, quien desde la literatura supo atrapar esa brutalidad lírica que habita en sus calles. O el dramaturgo Óscar Liera, quien alguna vez dijo que Tijuana era un escenario perfecto para el absurdo, porque aquí todo lo posible se vuelve inevitable.

En medio del ruido, entre la nostalgia y el asombro, vale la pena recordar que lo que hace única a esta ciudad no es su geografía, ni su economía, ni su historia glamorosa. Es su capacidad inagotable de reinvención. Es su gente, que viene, se queda o se va, pero siempre deja una huella. Es la posibilidad que aquí encuentra quien ya no encuentra nada en otra parte.

Cumplir 136 años debería ser una ocasión para mirar con honestidad, para abandonar el mito y abrazar la complejidad. Tijuana no necesita más aniversarios, necesita memoria. No necesita más fuegos artificiales, sino justicia urbana, dignidad para sus colonias más golpeadas, un relato que no excluya a nadie.

Porque, en el fondo, cada ciudad es un espejo. Y el rostro que nos devuelve Tijuana no es siempre el que queremos ver, pero es el que hemos construido todos. Celebrarla, entonces, no es sólo cantar su pasado, sino comprometernos con el futuro que aún merece.

Feliz no-natalicio, Tijuana. Porque nunca naciste… pero siempre estuviste viva.

Adaptarse al compás de la vida no es tarea sencilla; en Cambio de ritmo, intento no perder el paso. Que tengas un excelente fin de semana lector.

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